Por Margarita Pollini
Buenos Aires, 6 de septiembre del 2018 – Con un programa casi autobiográfico, un carisma arrollador, una presencia escénica imponente y una vocalidad en plena forma, Sir Bryn Terfel, el célebre bajo-barítono galés, le entregó al Teatro Colón una de las mejores noches de los últimos años. La presentación se dio como parte del abono Grandes Intérpretes Internacionales, que cerrará el 26 de este mes con otra de las estrellas de la lírica actual: Juan Diego Flórez.
Aunque se lo promocionaba como su debut en Argentina, se trataba, al menos, del debut de Terfel en el Colón, ya que -según recordaban muchos en la sala- el artista había brindado un recital en Buenos Aires en la década del ’90, cuando su carrera se afianzaba. Hoy, pasados los cincuenta años, Terfel es un artista excepcional, inquieto, versátil como pocos, con mucho camino recorrido y mucho por recorrer. Desde el planteo mismo del programa, el cantante reafirmó su cualidad de intérprete de cámara y también su compromiso total con cada una de las obras, que fueron hilando momentos de su vida, su aprendizaje y su carrera, y que fue matizando con relatos y bromas que el público -un Colón lleno en el que no faltaron representantes de la comunidad galesa- siguió al milímetro.
En la primera parte, Terfel agrupó músicas de las Islas Británicas. El punto de partida fue su propia patria, con tres canciones en idioma galés: “Can yr Arad Goch”, de Idris Lewis, “Sul y Blodau”, de Owen Williams, e “Y Cymro”, de Meirion Williams, a las que siguieron las hermosas Salt Water Ballads de Frederick Keel, y cinco melodías tradicionales de Irlanda, Gales y Escocia, en arreglos de Chris Hazell, entre ellas “Danny Boy”, “My little Welsh home” y “Loch Lommond”. Tanto allí como en el resto del programa, Bryn Terfel confirmó en todo momento una de sus mayores cualidades: más que interpretar, vive como propia cada página, cree profundamente en ella, y ese compromiso propio llega sin barreras al espectador, que recibe perfectamente el mensaje por más que no comprenda en todos los casos el texto. Si bien sería casi superfluo hablar de técnica en un artista tan integral, bastará con decir que su voz corrió con facilidad por toda la sala, y su paleta de recursos le permitió todos los matices posibles. Para eso contó, afortunadamente, con un sustento de lujo en la muy sensible pianista rusa Natalia Katyukova, que secundó al milímetro cada inflexión del canto y supo adaptarse a cada estilo, en la mejor tradición de los grandes partenaires de cámara.
Con indudables -y conocidísimas- dotes dramáticas, Terfel hizo un espectáculo visual de cada canción; tal vez por eso no fue para lamentar (excepto para un sector del público que esperaba más ópera) la inclusión de solo dos fragmentos de música de teatro: la célebre balada de Mackie Messer de La ópera de tres centavos de Weill-Brecht y el aria “Son lo spirito che nega”, del Mefistofele de Boito, dos de los puntos más extraordinarios de la noche; aquí Terfel puso en juego todas sus armas escénicas, y los escalofriantes silbidos del aria de Boito, fueron, a pedido del artista, devueltos por la audiencia, en una suerte de silbatina al revés con la que tuvo su punto final la primera parte.
Luego del intervalo vendría una sección dedicada al Lied -uno de los repertorios que Bryn Terfel más y mejor ha transitado-, con un puñado de canciones de Schumann y Schubert exquisitamente vertidas, y momentos antológicos en “Mein Wagen rollet langsam” (con una breve y graciosa escenificación), “Liebesbotschaft” y “Litanei auf das Fest Aller Seelen”, en la que el barítono no quebró su concentración ni siquiera ante el ringtone insistente de un teléfono inoportuno. En el final, Terfel rindió tributo a uno de sus cantantes admirados, el también compositor John Charles Thomas, con tres de sus canciones: “Trees”, “Home on the range” y “The Green eyed dragon”. Un único bis valió por diez: “If I were a rich man”, de El violinista en el tejado (de Sheldon Harnick y Jerry Bock) , en una versión difícilmente superable.
Como ya había sido visto en otras funciones, el Colón habilitó al personal de sala el uso de punteros láser para señalar las infracciones a la prohibición de usar los teléfonos celulares una vez apagadas las luces. Lamentablemente, otras costumbres parecen más difíciles de desterrar, y una de ellas se convirtió en una constante en esta noche: el aplauso incontinente que, espontáneo o no, mata los últimos sonidos de cada obra, y hace que los segundos de silencio que deberían seguir a la música sean a esta altura una causa perdida.
Fotos: Gentileza Prensa Teatro Colón / Arnaldo Colombaroli